El mismo día que nacieron las “muñecas gemelas”, en la sala contigua de urgencias, estaban atendiendo al “señor retraído que se esconde tras los lentes” con un corte de 4 centímetros en su miembro viril.
Ricardo entró por la puerta del hospital tranquilo, sin hacer el mayor escándalo; caminaba lentamente, con las piernas separadas. La enfermera que lo atendió, al verlo llegar pensó “qué pasó mi cowboy, ¿dónde dejaste el caballo amarrado?” y se rió por sus adentros mientras esbozaba una educada sonrisa. Lo acompañaba una señora madura, más cerca del ocaso que del amanecer, que lo miraba de reojo, con cara de asustada y sin decir absolutamente nada. Agarraba su bolso con ambas manos y se lo apretaba contra el pecho.
En ese entonces era un hombre de 47 años, todavía se sentía vigoroso pero ya empezaba a dibujar algunas canas. Metro sesenta y cinco, una imperceptible curvatura en las dorsales, manos grandes y ojos cafés diminutos agrandados por unos lentes culo de botella. Mínimo debían pesar lo mismo que 300 gramos de jamón.
Hablando hacia adentro, y sin mirar directamente a la enfermera, fue contestando todas las preguntas que ésta le realizó. Nombre, edad, domicilio, motivo de la consulta… Marisa, con su impecable uniforme blanco, no pudo evitar fijar la mirada en su entrepierna. “¿Perdón?”. Ricardo se sonrojó y le repitió el motivo de la consulta.
Cuando pasaron al consultorio el médico ya los esperaba, tenía la hoja de registro que la enfermera acababa de llenar. No estaba solo, un estudiante en prácticas de medicina lo acompañaba. El doctor le indicó a Ricardo que se bajara los pantalones, los calzoncillos y se acostara en la camilla, mientras le señaló una silla frente al escritorio a su acompañante. Era una anciana bajita, al sentarse los pies le quedaron colgando. Tenía cara de perro espantado, parecía un chihuahua indefenso, de ojos desorbitados, movimientos de cabeza rápida y temblorina, de aquellos que uno ve en la calle y desarrolla un inmediato deseo de patear; no decía ni una sola palabra y únicamente se mordía el labio, como si contuviera la angustia. El practicante pensó que era raro ir a urgencias a los 47, con un corte en el pene y acompañado de su mamá. Pero peores cuadros le había tocado ver. Trabajar en urgencias era toda una aventura.
Ricardo estaba en la camilla, se sentía vulnerable con sus genitales al aire. El doctor se puso unos guantes de látex y revisó cuidadosamente el corte. El estudiante se acercó para observar. Si no fuera por el dolor y el miedo a que tuvieran que amputar el pene, posiblemente se le hubiera parado; por un momento, un escalofrío de excitación le recorrió el cuerpo, pero sucumbió rápidamente ante la vergüenza.
“¿Cómo se hizo el corte?” le preguntó el doctor. Ricardo, sin poder expresar una palabra, sólo levantó los hombros. “A ver, ¿se la agarró al subirse la bragueta?”. De nuevo no dijo nada y únicamente lo negó con la cabeza. Mientras le aplicaban las curaciones, estudiante y doctor empezaron a especular con las causas del accidente; que si se quería rasurar el vello púbico y se le fue la navaja de las manos, que si necesitaba orinar y no alcanzaba a llegar a la casa, por lo que decidió mear en algún rincón de la calle y se le enredó con un alambre, que… Cada una de las hipótesis era negada una y otra vez.
“Mire señor, entienda que necesito saber cómo se hizo este corte. Son 4 centímetros, es profundo y necesito saber con qué se lo hizo para ver si tenemos que aplicarle o no la antitetánica”. Ricardo, con sus ojotes de lupa, sólo se escondía más y más tras sus lentes.
De repente, la anciana saltó de su silla y se acercó a los profesionales para decirles: “Miren ustedes, ¿ven ese puente que tengo allá atrás?”. Se quedaron estupefactos. La pequeña anciana chihuahua tenía el dedo metido en la boca y señalaba un puente que tenía en dos molares.
En un absoluto ejercicio de contención, ambos pidieron una disculpa para ir a buscar la medicación y salieron del consultorio. Ricardo y la anciana se quedaron solos, pero alcanzaron a oír la explosión de risotadas al fondo del pasillo.
Los galenos no sabían si era más bizarra la situación, el corte por una mamada o haber pensado que era su mamá. Marisa no podía parar de reír cuando le llegó el chisme, hasta el punto que no aguantó y le contó la situación a una señora que llegaba con su hija a urgencias. La niña había tenido un fuerte ataque de epilepsia y se golpeó la cabeza. Era la “psico”, quien años después compartiría autobús con el mismo “señor retraído que se esconde tras los lentes.