Rosa Fernanda era una señora obesa. A sus 45 años, era toda una dama superlativa, macro gorda, una inmensidad de grasa que cruzaba la puerta 5 minutos antes que el resto del cuerpo. Una vez se le cayó un frijol entre las lonjas y cuando por fin lo encontró ya había germinado.
Tenía un puesto de comida en la calle principal de la ciudad y pasaba todo el día llevándose a la boca cualquier cosa; un pedacito de chorizo para ver si ya estaba cocido, la tortilla quebrada que según ella no se iba a vender, el cachito de queso a punto de echarse a perder… No entendía por qué Dios la castigaba con esa generosidad de redondez. Mientras atendía a sus clientes, sólo suspiraba y monotemáticamente exclamaba: “¡Pero si ni tiempo tengo de sentarme! ¡No desayuno, como ni ceno! ¡Debería estar como un fideo! Pero no, Diosito quiere que llegue a todos lados rodando en lugar de caminando. ¡Qué cruz la mía!”.
Se estaba sacando el cambio de entre las chiches, para cobrarles a unos clientes, cuando un retortijón le atravesó el estómago. Desde la vez que dos mocosos malcriados la asaltaron en el trabajo, y la dejaron más desplumada que un pavo en navidad, escondía la plata dentro de una bolsita de plástico bajo su seno izquierdo. Era una de las pocas ventajas que tenía ser tan voluminosa. Su busto eran tan grande y caído, que podía aguantar hasta treinta pesos en monedas de a diez. Así que, una vez pasada la pena de hurgarse la delantera públicamente, hacía lo que más le gustaba de su chamba, recibir el pago por la comida. Esa era la parte más amable y gratificante del trabajo.
El retortijón la dobló en seco y cayó de rodillas. Una mueca de dolor le desfiguró la cara, mientras con los brazos se apretaba con fuerza el vientre. Sentía como si miles de agujas se le clavaran desde el ombligo hasta la espalda, como si un escuadrón de duendecitos se colgara de sus riñones y saltara, como trapecio, a los ovarios. “¡Alguien llame a una ambulancia!” alcanzó a sollozar. “Dirá a la grúa”, se le escapó entre los dientes a un anciano decrépito, con su bigote amarillento de tanto fumar puros, que estaba sentado en una banca frente al puesto de doña Rosa.
Eran las cinco de la tarde cuando entraba a la sala de urgencias del Hospital General. Sus gritos se oían hasta la tercera planta. El dolor era insoportable. Todo parecía indicar que sufría una apendicitis aguda, lo más probable es que la llevaran a quirófano.
Un doctor joven la recibió. Alto, guapo, fornido, como recién sacado de un catálogo de moda. Cuando el dolor la dejaba respirar, doña Rosa se sonrojaba, no podía evitar imaginárselo en ropa interior… “ese chiquito, bombón, papacito, rico, que está en edad de merecer”… pero no terminaba su pensamiento pueril cuando una punzada llegaba de nuevo y la hacía retorcerse.
El médico le palpó el vientre. Un hilito de sudor le bajó desde la frente, estaba nervioso, no porque la señora lo desnudara con la mirada cuando la punzada no la doblaba, sino porque entre tanta voluptuosidad le costaba palpar algo que no fuera manteca. El cólico iba y venía. Eso era muy extraño, no era el comportamiento de una apendicitis. Así que decidió hacerle una exploración más a fondo.
La cara de calabaza no se le borró del rostro cuando anunció: “Señora, usted no tiene apendicitis. Usted va de parto”. Dos horas después, Rosa Fernanda estaba en una cama de la sala de maternidad con un par de gemelitas a su lado.
Todas las mamás que compartían su habitación comentaban el embarazo y cómo les había ido el parto. Doña Rosa sólo repetía: “A la gran púchica!! Y yo que venía a que me sacaran el apéndice y me voy a regresar a la casa con dos bebitas. Eso sí es sorpresa. Qué control prenatal ni qué ocho cuartos”. La señora estaba tan obesa que la panza no le distendió al pasar los meses. Tampoco identificó la ausencia de menstruación como un síntoma, se lo atribuyó a la menopausia, así como los calores, calambres, cansancio y pesadez; la revolución hormonal propia de la edad. “Menopáusica, menopáusica…¡¡tremenda pedrada la que me pegaron!!
Las enfermeras y las otras mamás no podían parar de reírse, incluso a una recién parida se la tuvieron que llevar de nuevo a la sala de partos porque se le habían zafado los puntos.
Así fue cómo llegaron al mundo las gemelas muñecas que cada día subían al autobús. Muñecas no por bonitas, sino porque andaban vestidas como salidas de una juguetería; vestidito rosa corto, peluca de trenzas, maquillaje con pecas y una cesta repleta de flores de papel. El mismo día que nacieron, en la sala contigua de urgencias, estaban atendiendo al “señor retraído que se esconde tras los lentes” con un corte de 4 centímetros en su miembro viril.
Esta historia me gustó mucho, parece algo entre “casos de la vida real” y una leyenda urbana
obesa y embarazada… es una tentación!